jueves, 11 de agosto de 2011

Crónica de las precauciones vespertinas

Él tenía una libreta. Calendarizaba cada una de sus atroces actividades. Escuché cada una de sus hazañas. El monopolio que mantenía en gran parte de la ciudad y las zonas aledañas era impresionante. La captura de “la mano con ojos” era relatada en el radio mientras viajaba a casa en el taxi. Sin duda creían haber capturado al más grande asesino de los últimos tiempos, y las autoridades se vanagloriaban en discursos vacíos de haber tenido la capacidad en sus cuerpos de inteligencia para dar con él… claro, habiendo allanado dos viviendas previamente sin encontrar nada. Especialmente la de un poeta que ahora cuenta lo sucedido por mensajería aviaria, el medio más eficaz de difusión rápida en los últimos tiempos. Como si no supiéramos que las organizaciones trabajan en pirámide y que, dislocando a su jefe, alguno más abusado se colocará por encima. Las instrucciones son muy claras: matar a una hora designada por causales determinadas de antemano. Llevaba una cuenta de más de 600 muertes a mano fría. Ya no se juega con pistolas (de hecho nunca se hizo pero ahora su uso es más extendido y cruel), el avance de las armas se hace patente en su cada vez más sofisticado nombre y el funcionamiento descabellado de quienes las usan.

Mis oídos no daban crédito a lo que oía. –Se evitaron 300 muertes que estaban en puerta– decía el locutor. La incredulidad es inevitable, en esa medida, quizá espere a que esas muertes tengan lugar próximamente aunque sea otra mano la responsable. Un miedo terrible se apoderó de mi cuando vi que el conductor desesperadamente buscaba su teléfono móvil tratando de localizar a alguien. –Hola Mary. Perdón, Mauricio, ¿No está tu papá? ¿Tu mamá?, se fue a correr al faro, dile a tu papá que en cuanto llegue me marque– dijo mientras movía la cabeza indignado por cada frase que salía de las bocinas improvisadas en el tablero. Aquello me parecía algo relacionado con quien rendirá declaración ante el ministerio público toda la noche, o sería mi paranoia (a estas alturas a eso se le llama tomar precauciones). Traté de buscar los elementos de seguridad… sí, como en los billetes. No había elementos que cambiaran de color ni registros coincidentes. Volteé a ver la cédula en mi ventanilla del lado derecho, anoté el nombre del responsable del volante, dudé de que la foto correspondiera a quien tenía enfrente de espaldas. Me fijé en el número asignado por el sitio: 66, desconociendo por supuesto si existe un control serio sobre ello. Seguía fielmente a mis indicaciones para llegar a casa, pero cualquier titubeo del volante me hacía temblar. Dio vuelta por fin en mi calle y algo de tranquilidad me sobrevino. Sin embargo, al pagar, tuve miedo de que pudiera sacar algo de su bolsillo y atacarme, o que se fijara en dónde vivía para futuras ocasiones. Más miedo se apoderó de mí cuando al abrir la puerta del coche dijo –Que dios la bendiga–.

Probablemente no sea la única a la que esto le ha ocurrido. Pero no sé qué pasa con las personas con las que diario me encuentro. Hoy fui testigo de gran cantidad de agresividad, desesperación y “precauciones” que se toman. No estoy en condiciones de decir que sea absurdo (lo anterior da muestras de ello), pero los motivos que lo incitan podrían serlo. Particularmente el metropolitano por las tardes no es el lugar más vacío de la ciudad, ni el más tranquilo. Estando en una de las estaciones terminales, atiborrada de mujeres en la sección destinada para ellas, me incorporé en una fila eterna buscando quedar lo más cerca posible a una de las puertas del primer vagón. Usando bolsas, bultos y el propio cuerpo los empujones no se hicieron esperar al tener el transporte enfrente. Las caras de satisfacción de quien lograba sentarse es imposible que las describa. Veía en ellas un dejo de felicidad por la victoria en la competencia, pero que no correspondía a mitigar su cansancio yendo sentadas, sino por poder ver a las demás desde abajo (al contrario de lo que normalmente aplicaría). Las que estaban arriba, en pie, volteaban abajo con insultos que se tenían que tragar pues nadie era responsable de su situación más que no conocer las astucias para conseguir lugar (saber en dónde llegan las puertas, ser lo suficientemente agresiva como para que te teman y te dejen pasar de filo, saber hacia dónde empujar a las demás para llegar al lugar apropiado en el vagón, pero sobre todo, tener la suficiente paciencia para esperar el siguiente o humildad para aceptar la derrota).

Se llenó tanto que las cosas iban empeorando. –Es el calor el que hace que uno se enoje y reaccione así– dijo una señora después de ver cómo todas se quejaban por ir cuerpo contra cuerpo. – ¿Por qué no se van en taxi? – respondió otra más. La más grande preocupación de todas era el aplastamiento que sufrieron dos niñas, que sus madres intentaron utilizar para sentarse. –No puede ser que haya mujeres inconscientes que no le den el lugar a las mamás que traen a sus hijos–, –Déjenle el lugar a la señora con la niña–, –Para eso están los lugares reservados–, –Se hacen las sordas–, escuché que gritaban sin lograr que alguien se moviera (de risa, pues, aunque quisieran, era prácticamente imposible moverse ahí adentro, sin contar que las niñas ya estaban bastante grandes como para poder sostenerse de pie sin asfixiarse contra la espalda de las pasajeras). Pero me pregunto si realmente esos gritos de reclamo se debían a la procuración del bienestar de las niñas o al placer de quitarle la victoria a alguien que estuviera sentada.  

No sé qué me aterró más: pensar que no saldría en la estación de mi destino sin haber sido acribillada por alguna mujer aferrada, que tal vez no llegaría a casa sin que el conductor me hiciera algo, saber que hay asesinos que no trabajan solos que saben perfectamente cuál será su próxima víctima en la ciudad o que pueden irrumpir en mi casa en cualquier momento buscando armas para pedir disculpas después.

¿Será que necesito mi dosis de pulsatilla?